Desde hace mucho tiempo dependemos
en México cada vez más del capital extranjero. Pero en fechas muy recientes se
subraya una y otra vez que sólo podremos salir adelante si logramos que la
inversión, sobre todo de Estados Unidos y en menor escala de otros países
industriales, afluya al nuestro en volúmenes cada vez mayores.
Tal posición recuerda a
Limantour y los “científicos” porfirianos, que sobre todo en los últimos años
de ese régimen exaltaron también la inversión extranjera y aun creyeron que,
para obtenerla, era preciso hacer máximos esfuerzos e incluso sacrificios, pues
de ella dependía nuestro progreso económico.
Los hechos no les
dieron la razón, el capital extranjero fluyó inestable y anárquicamente, y lejos de interesarse en resolver algunos de
nuestros problemas, contribuyó más bien a agravarlos. Y la inversión, primero
en los ferrocarriles, después en la minería y más tarde en varios servicios
públicos y algunas industrias, si bien impulsó el desarrollo capitalista, no
nos libró del subdesarrollo, la dictadura, la dependencia y la pobreza de la
mayoría de la población.
Bajo la influencia de
la globalización en proceso, son muchos los que creen que el Estado-nación es
cada vez más débil, que poco o nada puede hacer para impulsar el desarrollo y
que la clave hoy son el “libre comercio”, la inversión extranjera, la
desregulación, la privatización y el no oponer resistencia alguna a las fuerzas
del mercado, que desde afuera determinan el curso de la economía mundial.
No estamos de acuerdo,
y reconociendo que nos movemos en el marco de un proceso histórico de
internacionalización que arranca desde siglos atrás y que actualmente adquiere
una dimensión sin precedentes, pensamos que el Estado y su capacidad de
promoción y acción reguladora siguen siendo importantes e incluso que ellos y
sobre todo los Estados más poderosos influyen grandemente en la globalización.
Tan es así que aparte de seguir interviniendo en la economía aunque de nuevas
maneras, especialmente las grandes potencias –Alemania, Estados Unidos y Japón-
forman bloques regionales como la Unión Europea y promueven acuerdos de libre
comercio como el TLC y la llamada Cuenca del Pacífico. Y lo que es muy
revelador es que mientras ellos proceden así, pretenden que los países
subdesarrollados como el nuestro sólo deben abrir sus puertas al capital y las
mercancías de los países ricos, y aceptar subordinarse a quienes, desde afuera,
decidan lo que deben hacer.
La
historia demuestra que aun en condiciones más difíciles que las actuales,
cuando nuestro pueblo encaró sus más graves problemas con decisión y convencido
de que de su propio esfuerzo dependía el resultado, salió adelante. Ahora
estamos ante exigentes e insoslayables retos. Por ello es necesario que miremos
hacia adentro y no menospreciemos lo que está a nuestro alcance hacer. El
potencial de que disponemos no es sólo lo que cada país tiene dentro de su
territorio, sino lo que en Nuestra América, o sea en nuestra patria grande
podemos hacer juntos. Aislados y dispersos no podremos acometer con éxito las
nuevas tareas. Es hora de sumar y aun multiplicar fuerzas, no de restar o
dividir. La integración no es una varita mágica; pero es un instrumento con el
que a partir de lo que tenemos de común, podemos prepararnos mejor, fortalecer
nuestras economías, apoyarnos mutuamente, unirnos e impulsar su desarrollo, en
beneficio de todos.
Publicado
en Boletín Unidad Regional – Imágenes de Nuestra América Nº 7, Primavera
de 2001, página 8.